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miércoles, 14 de noviembre de 2018

Ordenes religiosas


Por órdenes del arzobispo primado de España, Alonso de Fonseca y Ulloa, y a petición del gobernante novohispano Hernán Cortés, arribaron a la Nueva España el 19 de enero de 1523 tres franciscanos, dirigidos por Pedro de Gante (pariente de Carlos I), Juan de Tecto y Juan de Aora, pertenecientes a la alta sociedad castellana.

Aora y Tecto fueron llevados por Cortés a evangelizar las Hibueras, pero murieron en el trayecto. Gante, mientras tanto, siguió su labor en Nueva España, fundó hospitales y escuelas, estableció un convento y enseñó artes y oficios a los nativos. Murió en 1572, tras casi cincuenta años de labor.

El 13 de mayo de 1524, llegó una nueva generación de misioneros franciscanos encabezados por fray Martín de Valencia, quienes ocuparon un papel preponderante como defensores de los indígenas y de sus tierras, se establecieron principalmente en Michoacán y Puebla. Algunos franciscanos de relieve en Nueva España fueron:


• Juan de Zumárraga: Primer obispo de México, elevado más tarde a arzobispo por Clemente VII. Luchó en contra de las antiguas creencias indígenas, destruyendo así muchos templos y códices indígenas. Jugó un papel importante en la aparición de la Virgen de Guadalupe para atraer a los indígenas hacia el catolicismo.

• Vasco de Quiroga: Hidalgo castellano, se asentó en Pátzcuaro y más tarde en Valladolid, donde fundó el Colegio de San Nicolás Obispo. Fundó las plantas de artesanos y campesinos, por lo que fue llamado "Tata Vasco" por los indígenas purépechas.


Los dominicos fueron la otra orden importante que se estableció en el virreinato, con poco tiempo de diferencia de los franciscanos. Llegaron hacia 1526 y establecieron sus misiones en Oaxaca y Chiapas.

Bartolomé de las Casas presidió esta organización religiosa durante su estancia en Nueva España, y en 1542 escribió al rey informándole acerca de la situación de los indígenas en la Nueva España, cartas que más tarde recopiló en su obra "Brevísima relación de la destrucción de las Indias".

Francisco de Vitoria, también dominico, sería también conocido por su defensa de los amerindios. Posteriormente el Consejo de Indias convocaría a De las Casas y a Juan Ginés de Sepúlveda a debatir sus ideas opuestas ante el problema de los indígenas en México. Fue entre 1550 y 1551, cuando ambos discutieron sus posturas en la llamada "Aula Triste" del Palacio de Santa Cruz. A este hecho se le conoce como Junta de Valladolid. Las ideas de De las Casas lograron mayor impacto en los oidores, lo que quedó plasmado en las Leyes de Indias de 1552.

Glorificación de la Inmaculada por Francisco Antonio Vallejo, Museo Nacional de Arte (México). Representación de los dos poderes (Altar y el Trono) con la presencia del rey Carlos III y el papa Clemente XIV, secundados por el Virrey y el Arzobispo de México, respectivamente, de hinojos ante la Virgen María.

Los agustinos fueron la tercera orden en importancia, llegada en 1534 y extendida por la Mixteca y el Estado de Guerrero, pero más tarde lograron su expansión por la Huasteca de San Luis Potosí y Veracruz, unos años después a Michoacán. Entre otros, se destacaron Francisco de la Cruz, Agustín de la Coruña y Jerónimo Jiménez.

A base de donativos, la orden se hizo de grandes propiedades que a la postre se convirtieron en haciendas y latifundios. Estas tres órdenes fueron las más influyentes y las que construyeron grandes edificios para su religión, que al paso de los siglos pueden verse todavía en pie.

Las órdenes minoritarias se dedicaban a atender los hospitales y las escuelas, como los juaninos. los hipólitos, los carmelitas, y los mercedarios, además de algunas órdenes femeninas como las clarisas. La máxima realización de las órdenes terciarias fue el Hospital de Jesús, durante siglos el mayor hospital capitalino, en él reposan los restos de Cortés.

Los instrumentos de tortura de la Inquisición

Los instrumentos de tortura de la Inquisición
El tribunal del Santo Oficio utilizaba diferentes métodos de tortura para obtener las confesiones de los encausados. Cada uno de estos objetos refleja el grado de crueldad que imperaba en la época.
Iria Pena

Maquinaria del pánico
Sobre la Inquisición española reina una leyenda negra procedente del exterior, especialmente del mundo anglosajón, que generó una imagen cruel que no responde a la realidad. A partir de un estudio del Tribunal Inquisitorial de Toledo entre los años 1485 y 1516, la profesora de la Universidad Complutense de Madrid María del Pilar Rábade Obradó afirma que no se recurría de forma demasiado habitual a la tortura. La explicación resultaba bastante simple, ya que si la Inquisición buscaba una confesión, a la mayoría de los condenados les bastaba con entrar en las cámaras de tortura y ver los instrumentos con los que iban a ser atormentados para declarar.
Hay que añadir, además, que en esta época justicia y tortura iban de la mano, y todos los tribunales empleaban el tormento para lograr confesiones. Pese a ello, no hay que olvidar la crueldad que empleó el Santo Oficio con muchos de los procesados, y la pesadilla que supuso para los judeoconversos que lograron escapar de sus garras.

La sangrienta doncella de hierro
Este aparato de tortura, que parece tener sus orígenes en Alemania, se relaciona también con el Santo Oficio. Esta especie de ataúd vertical con rostro femenino debía aterrorizar nada más verlo. En su interior se alojaban un montón de clavos de hierro puntiagudos que se clavaban en diferentes partes del cuerpo del condenado, incrementando su angustia y martirio.

El aplastacabezas
La forma y el nombre de este instrumento de tortura medieval no dejan lugar a la imaginación. El condenado apoyaba la barbilla en la base y la cabeza quedaba encajada en el casquete. Empleado para lograr confesiones, los verdugos hacían girar el tornillo causando en primer lugar la rotura de dientes y mandíbula. Si el torturador seguía apretando, el tornillo podía llegar a destrozar el cráneo de la víctima, expulsando su cerebro por la cavidad ocular.




El potro de tortura
Este aparato es uno de los instrumentos de tortura más conocidos. Con el objetivo de que el procesado confesase, se le colocaba boca arriba en esta tabla en la que era atado de pies y manos; después, se estiraban sus extremidades mediante una polea hasta dislocarlas.

La horquilla del hereje
Los encausados por la Inquisición debían abjurar de sus errores, y con los herejes se utilizó esta especie de tridente con cuatro puntas afiladas que se clavaban bajo la barbilla y en el esternón.Este sistema no permitía moverse, por lo que era casi imposible pronunciar una sola palabra, y de las pocas que lograban decir entre susurros los que lo padecieron estaba el abiuro con el que renegaban de sus creencias.

Ruedas de despedazar
Empleada para delitos muy graves, fue una de las torturas más desmedidas y espantosas. El penado era colocado desnudo en el suelo y con la misma rueda se le rompían los huesos y articulaciones de las extremidades, incluídas cadera y hombros. Posteriormente se le ataba a la rueda, que era colocada sobre un poste, y se le daba comida y bebida hasta que moría, quedando su cuerpo a merced de las aves carroñeras.
Cuna de Judas
Este método estaba pensado para obtener una confesión rápida. El reo era suspendido por la cintura con una abrazadera de hierro y quedaba colgado justo encima de una puntiaguda pirámide sujetada por un trípode. Si el condenado se dormía o relajaba, se clavaba la afilada punta en los genitales. Además, si no confesaba, eran los propios verdugos los que bajaban al procesado suavemente o con todo el peso del cuerpo.

Garrote vil
Utilizado por la Inquisición con los reos arrepentidos para que no sufrieran los padecimientos de la hoguera, era visto como una forma de muerte menos dolorosa. A pesar de ello, muchos de los condenados sufrieron lentas agonías, muriendo por estrangulamiento y no por la rotura del cuello. Este artilugio para administrar la pena capital alcanzó en España su máximo esplendor, sobre todo, a partir del reinado de Fernando VII, que lo institucionalizó en 1832.

Toro de Falaris
Empleado ya por los romanos y rescatado por el Santo Oficio, imitaba a una olla con forma de bovino. Se introducía al acusado en su interior y se encendía una fogata debajo, hasta que el reo quedaba totalmente calcinado. Los gritos de dolor del prisionero salían por la boca del animal.


La picota en tonel
Los borrachos debían tener mucho cuidado en tiempos de la Inquisición. Algunos de ellos tuvieron que enfrentarse al escarnio público portando este pesadísimo tonel de madera por las calles. Pero lo peor no era eso, si no el propio cóctel de excrementos y orines que se encontraba dentro de este artilugio, que llevaba a muchos a morir por la insalubridad del mismo.
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La mulata de Córdoba


Cuenta la leyenda que hace más de dos siglos vivió en la ciudad de Córdoba, en el estado de Veracruz, una hermosa mujer, una joven que nunca envejecía a pesar de los años. La llamaban la Mulata y era famosa como abogada de casos imposibles: las muchachas sin novio; los obreros sin trabajo, los médicos sin enfermos, los abogados sin clientes, los militares retirados, todos acudían a ella, y a todos la Mulata los dejaba contentos y satisfechos. Los hombres, prendados de su hermosura, se disputaban la conquista de su corazón. Pero ella a nadie correspondía, a todos desdeñaba. La gente comentaba los poderes de la Mulata y decía que era una bruja, una hechicera.

Algunos aseguraban que la habían visto volar por los tejados, y que sus ojos negros despedían miradas satánicas mientras sonreía con sus labios rojos y sus dientes blanquísimos. Ver: Otras Leyendas de Veracruz.

Otros contaban que la Mulata había pactado con el Diablo y que lo recibía en su casa; decía que si se pasaba a media noche frente a la casa de la bruja, se veía una luz siniestra salir por las rendijas de las ventanas y las puertas, un luz infernal, como si por dentro un poderoso incendio devorara las habitaciones. La fama de aquella mujer era inmensa.

Por todas partes se hablaba de ella y en muchos lugares de México su nombre era repetido de boca en boca. Hace tiempo, mucho tiempo que vive en la vecindad al lado de la plazuela. ¿En verdad? ¡No es cierto! Nunca la hemos encontrado en el patio, en el zaguán. Ni en la calle, ni en la iglesia ni tampoco en el mercado: ¡Luego ella no es de este barrio, luego llegó de repente! En Córdoba ¡desde cuándo apareció de improviso!... Nadie sabe cuánto duró la fama de la Mulata.

Lo que sí se asegura es que, un día, de la villa de Córdoba fue llevada presa a las sombrías cárceles del Tribunal de la Inquisición, en la ciudad de México, acusada de brujería y satanismo.

La mañana del día en que iba a ser ejecutada, el carcelero entró en el calabozo de la Mulata y se quedó sorprendido al contemplar en una de las paredes de la celda el casco de un barco dibujado con carbón por la hechicera, quien sonriendo le preguntó:

- Buen día, carcelero; ¿podrías decirme qué le falta a este navío?

- ¡Desgraciada mujer! - contestó el carcelero-. Si te arrepintieras de tus faltas no estaría a punto de morir.

- Anda, dime, ¿qué le falta a este navío?, - insistió la Mulata.

- ¿Por qué me lo preguntas? Le falta el mástil.

- Si eso le falta, eso tendrá - respondió enigmáticamente la Mulata. El carcelero, sin comprender lo que pasaba, se retiró con el corazón confundido. Al mediodía, el carcelero volvió a entrar en el calabozo de la Mulata y contempló maravillado el barco dibujado en la pared.

- Carcelero, ¿qué le falta a este navío? - preguntó la Mulata.

- Infortunada mujer- le replicó el desconcertado carcelero-. Si quisieras salvar tu alma de las llamas del infierno, le ahorrarías a la Santa Inquisición que te juzgara. ¿Qué pretendes?... A ese navío le faltan las velas.

- Si eso le falta, eso tendrá- respondió la Mulata.

Y el carcelero se retiró, intrigado de que aquella misteriosa mujer sus últimas horas dibujando, sin temor de la muerte.

A la hora del crepúsculo, que era el tiempo fijado para la ejecución, el carcelero entró por tercera vez en el calabozo de la Mulata, y ella, sonriente, le preguntó - ¿Qué le falta a mi navío?...

- Desdichada mujer, -respondió el carcelero-, pon tu alma en las manos de Dios Nuestro Señor y arrepiéntete de tus pecados. ¡A ese barco lo único que le falta es que navegue! ¡Es perfecto!

- Pues si vuestra merced lo quiere, si en ello se empeña, navegará, y muy lejos...

- ¡Cómo! ¿A ver?

- Así -dijo la Mulata, y ligera como el viento, saltó al barco; éste, despacio al principio y después rápido y a toda vela, desapareció con la hermosa mujer por uno de los rincones del calabozo.

El carcelero se quedó mudo, inmóvil, con los ojos salidos de sus órbitas, los cabellos de punta y la boca abierta. Nadie volvió a saber de la Mulata.